Cuando hay una catástrofe en tu país, y tu estás en una playa a quince mil kilómetros de distancia, te sientes culpable. Es absurdo, porque tampoco podrías hacer nada si estuvieses ahí, pero es inevitable. Llamas y escribes a la gente que conoces sólo para saber cómo están. En el fondo, sabes que están bien. Pero quieres escucharlo.

Algo te dice que estabas en el lugar equivocado, y te sientes mal por haber sido feliz mientras todo se venía abajo. Literalmente.

Durante el terremoto peruano de la semana pasada, la mayoría de mis amigos y parientes estaban en Lima, a unos cuatrocientos kilómetros del epicentro. Aún a esa distancia, los edificios se sacudieron y algunas casas viejas se vinieron abajo. Los limeños estamos habituados a los movimientos sísmicos. Sabemos que hay que guardar la calma, evitar los ascensores y colocarse al aire libre o bajo los dinteles de las puertas. Pero por lo general, para cuando llegamos a ellas, todo ha terminado. Esta vez, en cambio, el movimiento continuó. Parecía que nunca acabaría.

Los primeros días, cuando llamaba, me daban un reporte de muertos. Van trescientos. Van cuatrocientos cincuenta. A partir de los quinientos, han dejado de contar. No sé si se han cansado o es que ya nadie espera encontrar los restos que faltan.

La zona afectada es litoral desértico. Casi no llueve. Por eso, las casas de los pobres son de adobe, incluso de estera. Y hay muchos pobres. En Chincha, por ejemplo, se concentra la mayor población negra del país, porque ahí estaban las antiguas haciendas azucareras en que trabajaban los esclavos.

Pero cuando veo las noticias y hablo con los peruanos, percibo que lo más precario no eran las viviendas, sino los vínculos sociales. Los tenderos han empezado a vender el agua y los víveres al doble del precio. Los transportistas cobran el triple por llevar a la gente a la zona. Los asaltantes campean a sus anchas aprovechando la falta de luz eléctrica. Muchos pobladores perciben que su supervivencia sólo es posible a costa de los demás. El producto de la miseria material es la miseria moral. Es difícil ser solidario cuando te estás muriendo.

Cuando llegue el momento de reconstruir, habrá que empezar a repartir dinero y recursos. Habrá que decidir quién recibe y quién no. Para entonces, será necesario tener un proyecto común en la región que permita rescatar la economía sin descuidar a los damnificados. A mediano plazo, ese es el reto más difícil del Estado: rescatar de los escombros un tejido social.

Artículo publicado en Tiempo, el 24 de agosto de 2007.

6 comentarios
  1. mateo Dice:

    En el fondo, sabes que están bien. Pero quieres escucharlo.
    Algo te dice que estabas en el lugar equivocado, y
    te sientes mal por haber sido feliz mientras todo
    se venía abajo..
    Su forma de expresar es buena, me hizo reflexionar

  2. Jailene G Dice:

    En el fondo, sabes que están bien. Pero quieres escucharlo.
    Algo te dice que estabas en el lugar equivocado, y
    te sientes mal por haber sido feliz mientras todo
    se venía abajo..
    Su forma de expresar es buena, me hizo reflexionar.

  3. Alfredo Tejeda Dice:

    Los que vivimos ese momento muy bien narrado en su transcendental significado, recordamos con temor y asombro lo que naturaleza puede hacer ante impotencia humana»

  4. Yenifer Howell Dice:

    «Es difícil ser solidario cuando te estás muriendo.» Qué buen artículo Armando. Me llegó.

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